Encabezándola se encuentra un expresidente, Álvaro Uribe, que anda encerrado en su propio dilema. El mejor argumento para ganar el plebiscito era negar la mayor: afirmar que las FARC son un grupo criminal, que perdió en el camino sus antiguos objetivos políticos, y por tanto no procede acordar nada con ellas. Sin embargo, al uribismo le conviene que las FARC sean vistas como un peligro real en las urnas, como el extremo político contrario al que ellos representan. La polarización es su única vía al poder, una estrategia que es cada vez más habitual en cualquier lugar del mundo. Así que Uribe se ve obligado a dar entidad de competidor a la guerrilla, asumiendo con ello que su batalla real no es el referéndum, sino la implementación posterior de los acuerdos. Para que los suyos ganen, el país debe perder.
Escuché el otro día en Bogotá que “la guerra ha dado de comer a mucha gente”. El reto para el Gobierno y sus aliados es que la paz alimente a más todavía, y con mejores esperanzas: víctimas, soldados rasos de uno y otro bando, clases bajas urbanas, y las apartadas zonas rurales, auténtico nudo del conflicto: es en la propiedad de la tierra donde empezó todo, y donde debería terminar. Ojalá que en un par de años Colombia siga siendo la buena noticia del mundo.