Enarbolando su trabajo y su cansancio como una lanza afilada, Iñárritu denunciaba la humillación que había sentido como mexicano tras la exhibición de indignidad del presidente de México, un servilismo que no dudó en calificar como traición.
Pero lo que me impresionó de verdad fue que se animara a escribir que Peña Nieto había dejado de representarle, que nunca más lo consideraría su presidente. Y no porque no entendiera sus argumentos, sino porque yo, nosotros, los españoles, ya no tenemos fuerzas para decir lo mismo. Porque en la inmensa desilusión en la que se ha convertido España, ni los políticos se sentirían afectados por una afirmación semejante ni los ciudadanos conservamos la pizca de ilusión imprescindible para formularla. La juvenil energía de ese artículo me enfrentó con otro trabajo y otro cansancio, el de convivir con la senil decadencia en la que ha desembocado este país tras la frustrada promesa del 15-M. Y además me dio mucha envidia. Porque ya ni me acuerdo de la última vez que tuve fuerzas suficientes para escribir palabras como las suyas.